"Patinetes eléctricos en zonas costeras: ¿avance o amenaza para la convivencia?"

 "Patinetes eléctricos en zonas costeras: ¿avance o amenaza para la convivencia?"





En los últimos años, los patinetes eléctricos se han convertido en un símbolo de movilidad moderna: rápidos, silenciosos, respetuosos con el medio ambiente. Especialmente en lugares costeros como La Manga Norte, su presencia se ha multiplicado, acompañando el ritmo despreocupado del verano y ofreciendo una alternativa a los atascos tradicionales.


Sin embargo, su irrupción también ha planteado desafíos que aún no hemos resuelto del todo. El silencio con el que se deslizan, que a priori parece una virtud, se convierte en un peligro real para personas con discapacidad, movilidad reducida o problemas de visión.

 ¿Cómo advertir de la llegada de algo que no se oye? ¿Cómo garantizar su seguridad en espacios pensados para el paseo tranquilo, como las aceras peatonales?


La normativa local, aunque avanza, a menudo no llega al ritmo de los hechos. En muchos municipios costeros los patinetes tienen prohibido circular por aceras, pero la falta de control efectivo y la escasa conciencia de algunos usuarios hacen que la norma se quede, muchas veces, en papel mojado.



Es un dilema que nos obliga a reflexionar: ¿cómo equilibramos el derecho a nuevas formas de movilidad con el respeto al espacio compartido? 

¿Cómo fomentamos la convivencia en ciudades que, especialmente en verano, se llenan de visitantes de todas las edades y condiciones?


Quizá la respuesta no esté solo en más normas, sino en más educación, más empatía, más responsabilidad individual. Porque moverse con libertad no puede significar poner en peligro la libertad de los demás.


La verdadera modernidad no se mide en la velocidad de nuestros trayectos, sino en la capacidad de nuestras ciudades para acoger a todos sus habitantes, sin excepción.

En lugares como La Manga Norte, donde el paisaje invita al encuentro y al disfrute pausado, deberíamos recordar que cada paso tranquilo, cada conversación al borde del mar, es un triunfo de la convivencia.


Que el sonido casi imperceptible de un patinete no silencie la necesidad, aún más profunda, de respeto mutuo.

Moverse con responsabilidad es también un acto de cuidado hacia quienes comparten nuestro camino.


Quizá ahí, en esos pequeños gestos de atención, esté la verdadera revolución que necesitamos.

inmediatez parece ser el valor supremo. Queremos llegar antes, movernos más rápido, ocupar menos espacio. Si apostamos por lugares donde todos —sin importar su edad, su capacidad física, su velocidad— se sientan seguros y bienvenidos, entonces no bastará con trazar carriles o multar incumplimientos. Habrá que cultivar una cultura del respeto, una conciencia real de que moverse no es solo llegar, sino convivir.


No se trata de rechazar la innovación, sino de entender que no toda novedad es un progreso si deja atrás a los más vulnerables. Un futuro verdaderamente moderno será aquel donde la tecnología no solo acelere nuestros desplazamientos, sino también nuestra empatía.



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